Hay textos que no se escriben con la mente, sino con la piel.
Este nació de la necesidad de reivindicar una sensibilidad que tantas veces sentí como carga, pero que con los años entendí como una forma distinta —y valiente— de habitar el mundo.
Si alguna vez te dijeron que eras demasiado emocional, intenso, blando… este texto es para ti.
Ojalá lo leas como quien escucha una confidencia, una mano que se extiende en silencio para recordarte que sentir no es debilidad, sino una manera de amar.
Hay días en los que me emociona el vuelo de una hoja en el viento.
En los que una canción me desarma, no por su letra, sino por cómo se acomoda en mi pecho.
En los que un comentario al pasar se queda conmigo más de lo que debería, como una astilla invisible.
Ser sensible es vivir con la piel del alma expuesta.
Durante mucho tiempo pensé que eso era un defecto.
“Eres demasiado intensa”, me decían
“Te lo tomas todo muy a pecho”.
“Deberías ser más fuerte, más práctica, más indiferente”.
Intenté obedecer.
Me fabriqué una especie de armadura: sonrisas medidas, silencios prudentes, una voz que no se quebrara con facilidad.
Pero, esa coraza no era mía.
Y la sensibilidad, paciente, esperaba detrás.
Porque la sensibilidad no se exilia, ni se cura, ni se elimina.
Más bien se transforma.
Y si se le da espacio, florece.
He aprendido que ser altamente sensible no es una debilidad, aunque a veces duela como si lo fuera.
Se trata de una manera distinta de habitar el mundo.
Porque sentir más no significa ser frágil, sino tener un radar afinado para lo sutil, para lo no dicho, para la belleza y también para el dolor.
Las personas como yo nos emocionamos por la sonrisa de un desconocido, por una palabra justa, por un abrazo dado en el momento preciso.
Notamos cuando alguien está triste, aunque no lo diga, y a veces cargamos el ambiente sin pretenderlo.
No es fácil.
El mundo no está diseñado para quienes sienten demasiado.
Hay un culto a la eficiencia, a la velocidad, a la indiferencia vestida de madurez.
Sin embargo, he dejado de disculparme por sentir.
Y no pido permiso por conmoverme.
Esa misma sensibilidad que me hace llorar por una injusticia, es la que me empuja a escribir, a amar profundamente, a cuidar de otros sin medida.
Ser sensible no me hace débil, sino permeable.
Y sí, a veces eso duele.
Aunque también me permite vivir con una intensidad que no cambiaría por nada.
Hay una fuerza tranquila en la sensibilidad.
Una que no se impone, que permanece.
Una que escucha antes de hablar.
Una que sostiene en silencio.
He comprendido que la sensibilidad es, en realidad, un coraje suave.
Que hay que sentir, aunque el mundo diga lo contrario, que suele ser endurecerse.
Que debemos seguir confiando, a pesar de todo.
Hoy, si alguien me pregunta qué significa ser sensible, no doy una definición.
Cierro los ojos y pienso en todas las veces que he amado sin reservas.
En todas las palabras que he escrito desde las entrañas.
En los abrazos que han salvado días.
En cómo he sabido ver lo sutil, lo invisible.
Y me digo que sí, que es una manera de estar viva.
Bonita, aunque a veces incomprendida.
Porque al final, ser sensible consiste en tener la piel del alma un poco más fina y el corazón más despierto.
¿Y si dejáramos de ver la sensibilidad como un exceso y empezáramos a tratarla como el regalo que realmente es?
Gracias por leer mis reflexiones en “Dónde surge la magia”.
Bea ✨
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Muy interesante 😃. Lo incluimos en el diario 📰 de Substack en español?