Hay una forma silenciosa de fracasar que aprendí muy temprano: esconderse.
Cuando era niña, descubrí que hablar fuerte, sobresalir, incluso reír con demasiada libertad, podía ser peligroso.
La invisibilidad se volvió una armadura.
Y aunque han pasado los años, todavía me descubro repitiendo el patrón: cuando algo comienza a ir bien, cuando estoy a punto de alcanzar algo que deseo profundamente, aparece el límite.
No impuesto por otros, sino por mí.
Una excusa, una duda, un miedo viejo vestido de prudencia.
Me cuesta admitirlo, a veces no fracaso por falta de talento o esfuerzo, sino por miedo a tener éxito.
Por miedo a brillar demasiado y que alguien vuelva a decirme que no debería, que no me lo merezco, que mejor me quede callada.
Con los años he comprendido que los límites más duros no siempre vienen de fuera, los levantamos nosotros mismos, para no tropezar de nuevo con un dolor que ya pasó y que aún tememos repetir.
A veces me pregunto cuántas oportunidades he dejado pasar por miedo a no saber habitarlas.
Como si el éxito fuera una casa demasiado grande para mí.
Una con luces encendidas, techos altos y muchas ventanas.
Y yo, que crecí encogida en rincones donde no se alzaba la voz, no sabía cómo vivir ahí sin sentirme intrusa.
Lo he intentado muchas veces.
He dado pasos con decisión, con esperanza.
Y justo cuando algo bueno se aproxima, mi cuerpo entero empieza a temblar.
Me convenzo de que no es el momento.
Que todavía no estoy lista.
Que quizá no lo merezco.
Entonces, como si se tratara de una coreografía aprendida, retrocedo.
Me invento una razón para quedarme a medio camino.
Y fracaso.
No del todo, sino de forma contenida, como si incluso en la caída buscara control.
Aprendí a fracasar con elegancia.
A disfrazar mi miedo de humildad.
A decir “prefiero algo más tranquilo”, cuando en el fondo soñaba con gritar desde un escenario.
Durante mucho tiempo pensé que no tenía lo que hacía falta para destacar.
Aunque con los años, comencé a preguntarme si en realidad el miedo no era al fracaso, más bien a lo contrario: a que todo saliera bien.
A tener que sostener el brillo, a quedarme sin excusas.
¿Qué ocurre cuando se cumplen los deseos?
¿Y cuándo ya no hay nadie más a quien culpar por no intentarlo?
Me asustaba convertirme en esa versión de mí que no sabía cómo manejar la luz.
Porque cuando has vivido en la sombra, la luz también puede doler.
Hoy empiezo a entender que mis límites no siempre fueron decisiones conscientes.
Fueron formas de protegerme.
Estrategias de supervivencia que un día funcionaron y que ya no necesito.
Estoy aprendiendo a hacer espacio para mí.
A no apagarme para que otros brillen.
A dejar que el éxito no sea una amenaza, sino una consecuencia natural de caminar con autenticidad.
Y si fracaso, que sea por algo nuevo, no por repetirme la historia antigua.
Aunque implique haberme atrevido.
Porque a veces —lo sé ahora— fracasar también es una forma de sanar, cuando lo haces intentando ser quien eres.
No tengo respuestas definitivas, pero sí una certeza suave: no quiero seguir huyendo de mi propio brillo.
El miedo al éxito es una forma de nostalgia: la de volver a lo conocido, incluso si duele.
Vivir también es aprender a habitar lo desconocido, a aquello que un día creí que no era para mí.
Quizá fracase de nuevo.
O tal vez no.
Lo importante es que esta vez, al menos, no me detendré antes de comenzar.
Porque merezco intentarlo con todo el corazón, sin pedir disculpas por desearlo.
Y tú, ¿qué harías si dejaras de tener miedo a brillar?
Gracias por leer mis reflexiones en “Dónde surge la magia”.
Bea ✨
Puedes darle abajo a «Responder» y me llegará tu mensaje (privado, solo a mí) o pulsar en «Comentario» y tu mensaje será público en la página (y más gente lo leerá).
Por cierto, si aún no estás suscrito y quieres leer más textos como este, dale al botón que tienes a continuación…
Muy interesante 😃. Lo incluimos en el diario 📰 de Substack en español?